La Fiebre de los Monstruos: El Nostálgico

por {"src_avatar":"https:\/\/cl2.buscafs.com\/www.levelup.com\/public\/uploads\/images\/36181\/36181_64x64.jpg","nickname":"ElTioLoloRifa","user_name":"Armand Kenway Ibn-La'Ahad da Firenze","user_link":"\/usuario\/ElTioLoloRifa","posts":7279,"theme":"gray","cover":false,"status":true}

Uno se despide insensiblemente de pequeñas cosas...

He tenido la fortuna de ser un videojugador, prácticamente, desde que tengo uso de razón. Uno de mis primeros recuerdos conscientes y más vividos, es precisamente el de la mañana del 25 de diciembre de 1987 en que me encontré con aquella enorme caja negra impresa con un fondo estrellado, letras rojas y un sello de calidad dorado, cuyo diseño no ha variado hasta el día de hoy. A veces me pregunto que habrá pasado por la cabeza de mi padre que lo impulsó a regalarle a su hijo de 3 años una consola de videojuegos, pero vaya, no podría estarle más agradecido.

Sin embargo, y pese a que fue precisamente el jefe de la casa (lógico, con anuencia de mi madre, guiño guiño) quien me introdujo en el mundo de los videojuegos, en mi núcleo familiar nunca fueron bienvenidas las consolas portátiles. Imagino que mis padres habrán pensado que ya era bastante que su retoño pasara más de 4 horas al día jugando frente al televisor, como para que encima de eso anduviera cargando el resto del tiempo con un costoso armatoste enajenante que, además, devoraba baterías.


Durante mi infancia, el viejo tabique siempre me pareció (y fue) inalcanzable.
Durante mi infancia, el viejo tabique siempre me pareció (y fue) inalcanzable.



Y quizás por eso fue que yo, a modo de mecanismo de defensa, desarrollé una especie de “aversión” hacia ese tipo de consolas, principalmente al Game Boy, por ser el más abundante. Sus juegos se me hacían simplones, incompletos, aburridos y toscos. Como malas parodias de sus equivalentes en las consolas de sobremesa. Finalmente, no me importaban, era como si no existieran. Por eso fue que no sentí ningún interés cuando, a mediados de la década de los noventas y teniendo yo unos 13 años de edad, leí que Japón estaba siendo arrasado por el fenómeno de los Monstruos de Bolsillo.

¿Qué era aquello? Un juego con un diseño gráfico más básico y simplón que el Dragon Warrior de NES, un título que en mi infancia me costó mucho jugar por su apartado visual tan “básico”. Además, para mí los verdaderos “monstruos de bolsillo” eran pequeñas figuritas de hule que venían en el interior de cajitas de cartón llenas de los ricos dulces del maguito, que tenían tarjetas coleccionables e inclusive protagonizaban un cómic y su propio juego de NES. En suma, no me interesaban esos monstruitos japoneses, ni su serie de animación que supuestamente provocaba epilepsia en los chavalos. Hasta su nombre comercial, “Pokémon”, me resultaba soso y falto de creatividad. Total, que más daba, ni siquiera tenía (ni tendría nunca) un Game Boy.

Pero era el caso que, para ese entonces, yo tenía ya un hermano que rondaba los 8 años de edad y que, por lo tanto, se encontraba en la mira de cualquier clase de campaña mercadológica enfocada al público infantil. Tan rápido sucedió que no me percaté de que, mientras en la páginas centrales de mi revista mensual aparecía un poster con 150 seres pachoncitos, al cuarto en el que en ese entonces dormía con mi hermano llegó una inmensa cantidad criaturas de plástico de formas rechonchas y amistosas que para nada parecían monstruos, un par de peluches que representaban a estos seres, un álbum de estampas, tazos y una lonchera, mientras la televisión me invitaba a atraparlos a todos y a cantar sus lelos nombres al ritmo del rap. ¿Qué rediantres estaba sucediendo? La gota que derramó el vaso fue el arribo de un Game Boy Color.


De la noche a la mañana, ya me habían invadido
De la noche a la mañana, ya me habían invadido




Verán, mi hermano nunca fue precisamente un aficionado a los videojuegos. Quizás con anterioridad a los hechos que narro, habríamos jugado unas cuantas partidas de Mario Kart, alguna sesión en cooperativo de TMNT IV, incluso un par de rounds en Street Fighter II. Quizás hasta lo llegué a sorprender garabateando en el Mario Paint. Pero vamos, nunca había tenido algún juego, menos consola, que fuera realmente de su propiedad, obviamente sin contar los títulos obtenidos a través del clásico abuso del hermano mayor, de “vamos a pedir el juego entre los dos, verás que te va a gustar”. Esa fue la razón por la que no cabía en mi sorpresa cuando el chiquillo pidió insistentemente a mi padre que le comprara aquel Game Boy Color amarillo con ilustraciones de Pikachu, y más todavía, cuando mi padre accedió a sus peticiones y le concedió lo que a mí siempre me había negado.

Y ahí comenzó todo. La renuencia de aceptar a los pokémon como parte de mi vida fue sustituida por la curiosidad de ver a mi hermano clavado día y noche en el juego (y más, ¡en un RPG!), por la alegría de que me pidiera ayuda para pasar alguna parte (la batalla contra Lt. Surge y la cacería de Tauros en la Zona de Safari fueron épicas), por el misterio de descubrir qué pasaba cuando se intercambiaban las creaturas con otros jugadores y por el asombro de darme cuenta que la cosa no paraba ahí, pues al GBC le siguieron Pokémon Stadium y Pokémon Snap para el N64, todos solicitados y obtenidos por mi hermanito, sin intervención mía. Ahora vendrían los pleitos por definir quien usaría la consola, pues el chico se negaba a dejar de buscar su fotografía perfecta de Mew para dejarme intentar terminar, por enésima vez (y fútilmente, debo agregar) Turok 2 o Shadowman.


Los decanos entre los líderes de gimnasios.
Los decanos entre los líderes de gimnasios.



Sin embargo y pese a eso, muy en el fondo sentía un cálido orgullo por ver a mi hermano menor compartiendo y disfrutando mi hobbie más querido, por sí mismo y sin que yo lo hubiera influido de alguna manera. Porque debo aclarar que yo nunca jugué directamente Pokémon Yellow, ni Pokémon Stadium, ni Pokémon Snap. Yo sólo me limité a ser un espectador, el “player 2” que observaba sin entrar en acción esperando su turno, pero que se emocionaba viendo el gameplay de quien lo antecede. Y carajo, vaya que lo disfrutaba.

Pero el tiempo pasa y los niños crecen. Yo comencé a sentir el ansia y el apuro por dejar de ser un niño, ser grande y maduro y embriagarme con experiencias más complejas, por sumergirme en Final Fantasy, Resident Evil, Metal Gear Solid y todos esos juegos cinemáticos que el PSX me ofrecía, repletos de full motion videos. Y mi hermano, pues básicamente entró en la pubertad, y tan rápido como un día llegaron los pokémon, fueron sustituidos por la música electropop de moda y la ropa de marca. Se olvidó casi por completo de los videojuegos. Eventualmente adquirió, imagino que por mera curiosidad, el Pokémon Silver, pero jamás lo vi jugarlo con la intensidad con que atacó el Yellow, y un día me dí cuenta de que lo había abandonado. Fue entonces que yo intenté iniciarlo, vivir la experiencia Pokémon de primera mano, pero me encontré con que no era igual de divertido que hacerlo con mi carnalito. Finalmente, parecía que aquello llegaba a su fin y todo volvía a la normalidad.

Corrieron los años. Yo volví a caer en la misma apatía respecto de la franquicia. Vi con desinterés como el número de creaturas aumentaba exponencialmente, me burlé de sus diseños más desafortunados (en serio ¿un pollo de fuego que se vuelve peleador callejero? ¿micropikachus de distinta polaridad? ¿una catarina?) y me imaginé que llegaría el momento en que todo eso se autoconsumiría en una hoguera de consumismo vano y plástico. Perdí la pista de cuántas versiones, remakes y spinoffs existían. De tanto en tanto, cuando por alguna razón llegaba a ver una imagen de alguno de esos títulos, los imaginaba como refritos que no serían ni siquiera la sombra del que originalmente jugué con mi hermano. Y él, bueno, se alejó definitivamente del gaming, para enfocarse en pasatiempos más “triviales”.


Y, mientras yo vagaba en mundos en alta definición, Pokémon seguía evolucionando...
Y, mientras yo vagaba en mundos en alta definición, Pokémon seguía evolucionando...



Así fue que, casi 20 años después de aquélla época tan feliz, tal vez por casualidad, tal vez por destino, tal vez obedeciendo alguna pulsión subconsciente, un día de frenesí capitalista compré un 3DS. Y no obstante que no fue mi primer portátil (previo a ella tuve una infructífera experiencia con el Vita, de la que ahora prefiero no quiero acordarme), puedo decir que, desde que la encendí sentí por fin haber alcanzado una meta que antes no había logrado, pero a la vez, como si me encontrara de vuelta en casa después de un largo viaje. Y no pasó mucho tiempo antes de que, dejándome llevar por atinadas recomendaciones, adquirí una copia de Pokémon Black. “Sólo por los lulz con la banda, pronto me aburrirá”, dije. En ocasiones, que hermoso es equivocarse.

Me recibió un mundo increíblemente cálido y familiar, lleno de un sentido de pertenencia, una sensación de haber ya estado ahí en el pasado. Me sorprendí sonriendo al leer viejos nombres y al escuchar tonadas musicales que creí olvidadas. Pero por encima de todo, me impactó sobremanera recordar, de golpe y sin advertencia, las soleadas tardes de verano junto a mi hermano, encorvados sobre la minúscula y oscura pantalla de su Game Boy Color, intentando evolucionar un Magikarp en Gyarados, y aquél día que lo encontré esperando que llegara de la escuela, para avisarme emocionado que había atrapado un Lapras.

Fue como si, de pronto, al caminar por la hierba alta de camino al primer gimnasio, hubiera regresado a un lugar que fue mío, en donde fui feliz y del que nunca debí alejarme. Y entonces, sin detenerme a pensarlo demasiado, me olvidé de todo lo demás y me lancé a explorar ese entrañable mundo, y al observarlo con ojos gamers más viejos y experimentados, me alegré de encontrar, bajo una cubierta colorida y de apariencia casual, un universo tan rico, extenso, épico y complejo que, en muchas ocasiones, escapa de mi entendimiento y sobrepasa lo que creía comprender sobre él.

Pero por encima y alrededor de todo eso, un mundo vivo y con mucho, mucho corazón y alma.


Juego de Monstruos: Una Canción de Hierba, Fuego y Agua.
Juego de Monstruos: Una Canción de Hierba, Fuego y Agua.



Han pasado apenas un puñado de semanas desde que esto recomenzó. Mi avance no ha sido de la magnitud que hubiera esperado y querido, pues si bien la versatilidad del 3DS me ha permitido jugar en momentos y lugares que de otra forma no hubiera imaginado llegar a hacerlo, me siguen faltando tiempo y energías para dedicarlas como antaño. Les soy sincero: la mayoría de las ocasiones, al volver a casa después de cada jornada, me siento sin la energía necesaria para cabalgar junto a John Marston por el viejo oeste, o para explorar el condado de Blaine con la mala compañía de Trevor, mucho menos para angustiarme con Joel y Ellie mientras los auxilio a atravesar un postapocalíptico Pittsburgh ni para perderme en los parajes helados del norte de Tamriel en busca de peces cola de espada cyrodílica. Sin embargo, con todo eso hay veces que por las noches, antes de dormir, me parece escuchar una voz interior que me recuerda que yo quiero ser siempre el mejor, mejor que nadie más, y que atraparlos mi prueba es, entrenarlos mi ideal.

Entonces me levanto, abro la tapa de mi pequeño bastardo azul, y alimentado por el rico e inagotable combustible de los sueños de antaño que aún los llevo aquí en mi ser, recuerdos lejanos que nunca nunca olvidaré, me dispongo a continuar mi viaje para ser un maestro Pokémon y campeón de la región de Teselia. Sé muy bien que no debo demorar en alcanzar esa meta, pues una nueva y más grande aventura ya me está aguardando en Kalos, además de que en el horizonte del 3DS otros monstruos, también provenientes del lejano oriente, me invitan a cazarlos para fabricar corazas y armas con sus pieles y sus garras.


Reliquias de un pasado que parece distante. Gracias a Odín que todavía existen.
Reliquias de un pasado que parece distante. Gracias a Odín que todavía existen.



Aun así, no importa que avance a cuentagotas, porque al final de cada una de esas sesiones de juego siempre termino con una sonrisa, acompañada de la cálida ilusión infantil de que llegue el día de mañana para continuar jugando. Para un rockero barbaján con la barba encanecida, que está a unos meses de alcanzar el tercer piso de este viaje que llamamos vida, eso ya es mucho decir.

Y es que uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida, y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas...



Esta es la segunda colaboración de un proyecto conjunto que pretende mostrar tres enfoques personales distintos sobre el mismo juego. Para leer la primera entrada, si no lo has hecho aún, mira acá. La tercera y última está de este lado.

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